OASIS
Ana Cristina Salazar Yuste
El sol en el
desierto tiene la viveza de un volcán en erupción, desprende unas llamas
abrasadoras que tiñen todo de colores cálidos que hacen más difícil, si cabe, sobrellevar las
altas temperaturas.
El
joven aventurero, acostumbrado a las comodidades de la ciudad, recuerda la
frescura del aire acondicionado, de las piscinas, del mar, del frío en el
invierno, de la gélida nieve. Pero la flama candente vuelve a golpearle y
siente el impulso de desprenderse de la camisa.
—No lo
hagas —le sugiere el
marroquí que le hace de guía en su expedición, y que va cubierto de pies a
cabeza—. La ropa
conservará el sudor y te mantendrá fresco, además, la tela impedirá que la arena se te incruste
en la piel. Créeme, con una leve brisa estos finos granos punzan como
alfileres.
La
lengua le parece una mole extraña, pesada y áspera, como un estropajo. Los
labios agrietados le sangran, relame su propia sangre y la degusta. Para ello
escupe el botón que lleva horas chupando en un vano intento por salivar y
mitigar así la sed. La garganta reseca le impide hablar, de poder hacerlo
gritaría, suplicaría auxilio y maldeciría a todos los Dioses habidos y por
haber. Tiene ganas de llorar, pero ni eso puede hacer. Rememora el sabor de la
limonada, de los refrescos con gas, de la sangría. Necesita beber.
Un
ruido inconfundible capta su atención: agua agitándose en la cantimplora. Se
lleva las manos al pecho y sacude el recipiente. Está vacío. Busca como presa
hambrienta, aguzando el oído, y entonces ve la reluciente garrafa que porta el
marroquí.
El
hombre inclina la botella y se topa con la mirada felina del joven. Se la
guarda con codicia bajo la túnica. Echan un pulso con los ojos, fulgurantes
ambos de egoísmo, como en un duelo.
El
primero en moverse es el moro, que sin pensarlo echa a correr, sabiendo bien
que un hombre en ese estado no tiene límites. El joven sale tras él. Las
zancadas del perseguido levantan la arena, que flagela la cara del perseguidor,
a quien no le importa, nada va a detenerle.
Las
piernas del cazador se mueven impetuosas. Extiende los brazos hacia adelante.
Su organismo saca fuerzas, el instinto de supervivencia es el más primigenio.
Un dolor se instala en su vientre, también en sus muslos. Agujetas. Ya habrá
tiempo de lamentarse. Por un momento sus dedos alcanzan a rozar la espalda del
adversario, que de nuevo toma ventaja en un zigzag. Los latidos de su corazón
se disparan. La respiración es una acción tediosa en la que el aire caliente
inflama la faringe. Se encorva, le tiene muy cerca. Le roza de nuevo y cierra
la mano para atraparle, pero no llega, no lo suficiente. Ya casi le tiene, un
par de zancadas. Cierra los ojos para inhalar antes de impulsarse.
Al
abrirlos la persecución pierde sentido. Se topa de bruces con un oasis
encumbrado por una laguna de agua cristalina. Una palmera da
sombra y cobijo a un camello que lame en la charca salpicando gotitas del
preciado líquido. Un entorno fresco y verde le acoge devolviéndole a la vida. El joven se detiene y ríe a carcajadas, se
arrodilla creyéndose en el paraíso. Está tan extenuado como feliz. Una mariposa
se le posa en el hombro, admira sus colores azules y plateados, al levantar el
vuelo desprende una fragancia limpia a azahar.
—¿Así
que esta era la meta? ¿Conocías este lugar, bribón? —pregunta sonriendo al marroquí, que se detiene
frente a él, jadeante y asfixiado.
—Ten…bebe
un poco —le responde,
ofreciéndole la cantimplora.
—¡Ja!
¿Qué beba de tu mugriento cacharro? —le contesta, desenroscando el tapón de su botella, antes de sumergirlo
en la charca.
Lo
colma bien, deleitándose. Se lo lleva a los labios, mirando con prepotencia al
hombre.
Entonces
la arena plaga su boca atragantándole. El oasis se evapora y las dunas vuelven
a abrirse amplias, infinitas, opresivas.
Vuelven
a cruzarse las miradas. Los contrincantes se posicionan. Preparados, listos,
¡ya! La carrera comienza de nuevo. Velocidad, premura, escape. La ventaja es
considerable. La distancia se hace evidente.