martes, 10 de marzo de 2015

TALLER DE CREACIÓN LITERARIA. EL TIEMPO NARRATIVO

Ejercicio: Persecución interrumpida.


OASIS

Ana Cristina Salazar Yuste

El sol en el desierto tiene la viveza de un volcán en erupción, desprende unas llamas abrasadoras que tiñen todo de colores cálidos que  hacen más difícil, si cabe, sobrellevar las altas temperaturas.
El joven aventurero, acostumbrado a las comodidades de la ciudad, recuerda la frescura del aire acondicionado, de las piscinas, del mar, del frío en el invierno, de la gélida nieve. Pero la flama candente vuelve a golpearle y siente el impulso de desprenderse de la camisa.
No lo hagas le sugiere el marroquí que le hace de guía en su expedición, y que va cubierto de pies a cabeza—. La ropa conservará el sudor y te mantendrá fresco, además,  la tela impedirá que la arena se te incruste en la piel. Créeme, con una leve brisa estos finos granos punzan como alfileres.
La lengua le parece una mole extraña, pesada y áspera, como un estropajo. Los labios agrietados le sangran, relame su propia sangre y la degusta. Para ello escupe el botón que lleva horas chupando en un vano intento por salivar y mitigar así la sed. La garganta reseca le impide hablar, de poder hacerlo gritaría, suplicaría auxilio y maldeciría a todos los Dioses habidos y por haber. Tiene ganas de llorar, pero ni eso puede hacer. Rememora el sabor de la limonada, de los refrescos con gas, de la sangría. Necesita beber.
Un ruido inconfundible capta su atención: agua agitándose en la cantimplora. Se lleva las manos al pecho y sacude el recipiente. Está vacío. Busca como presa hambrienta, aguzando el oído, y entonces ve la reluciente garrafa que porta el marroquí.
El hombre inclina la botella y se topa con la mirada felina del joven. Se la guarda con codicia bajo la túnica. Echan un pulso con los ojos, fulgurantes ambos de egoísmo, como en un duelo.
El primero en moverse es el moro, que sin pensarlo echa a correr, sabiendo bien que un hombre en ese estado no tiene límites. El joven sale tras él. Las zancadas del perseguido levantan la arena, que flagela la cara del perseguidor, a quien no le importa, nada va a detenerle.
Las piernas del cazador se mueven impetuosas. Extiende los brazos hacia adelante. Su organismo saca fuerzas, el instinto de supervivencia es el más primigenio. Un dolor se instala en su vientre, también en sus muslos. Agujetas. Ya habrá tiempo de lamentarse. Por un momento sus dedos alcanzan a rozar la espalda del adversario, que de nuevo toma ventaja en un zigzag. Los latidos de su corazón se disparan. La respiración es una acción tediosa en la que el aire caliente inflama la faringe. Se encorva, le tiene muy cerca. Le roza de nuevo y cierra la mano para atraparle, pero no llega, no lo suficiente. Ya casi le tiene, un par de zancadas. Cierra los ojos para inhalar antes de impulsarse.
Al abrirlos la persecución pierde sentido. Se topa de bruces con un oasis encumbrado por una laguna de agua cristalina. Una palmera da sombra y cobijo a un camello que lame en la charca salpicando gotitas del preciado líquido. Un entorno fresco y verde le acoge devolviéndole a la vida.  El joven se detiene y ríe a carcajadas, se arrodilla creyéndose en el paraíso. Está tan extenuado como feliz. Una mariposa se le posa en el hombro, admira sus colores azules y plateados, al levantar el vuelo desprende una fragancia limpia a azahar.
¿Así que esta era la meta? ¿Conocías este lugar, bribón? pregunta sonriendo al marroquí, que se detiene frente a él, jadeante y asfixiado.
Ten…bebe un poco —le responde, ofreciéndole la cantimplora.
¡Ja! ¿Qué beba de tu mugriento cacharro? le contesta, desenroscando el tapón de su botella, antes de sumergirlo en la charca.
Lo colma bien, deleitándose. Se lo lleva a los labios, mirando con prepotencia al hombre.
Entonces la arena plaga su boca atragantándole. El oasis se evapora y las dunas vuelven a abrirse amplias, infinitas, opresivas.
Vuelven a cruzarse las miradas. Los contrincantes se posicionan. Preparados, listos, ¡ya! La carrera comienza de nuevo. Velocidad, premura, escape. La ventaja es considerable. La distancia se hace evidente.

3 comentarios:

  1. Consigues transmitir la angustia del aventurero hasta el extremo! Me ha gustado mucho.

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  2. Felicidades por dejarme la boca con regusto a arena y trasladarme a ese desierto donde los deseos son tan traicioneros. ¡Muy buena historia!

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  3. Magnífico relato, Ana Cristina. Lástima que lo hayas dejado inacabado, como la de Schubert, o que no hayas querido contarnos la segunda carrera (¿la hubo o no?) (a mí es que esos finales abiertos me producen corriente o resfriado) o que eso del "moro" haya lastrado al beduino que, probablemente, corría más y más que el ciudadano poco habituado a "zanquear" entre arenas. Parece el relato en su conjunto una película de dibujos animados, pero te reconozco ritmo, estilo, aunque ese final es demasiado evidente. Falta el pistoletazo de salida, el juez árbitro y el estadio de Rabat o de Trípoli, con las gradas calcinadas y la arena más calcinada aún. No te puntúo porque no soy el juez de antes, soy otro escritor que hace lo que puede (escribir) y disfrutar con tus comentarios. He estado un tiempo reflexionando y por fin he vuelto. Espero que vuelvas a leerme y a escribir algunas líneas (las que tú quieras) sobre mi última entrada. Dame caña, colega, y una tapita después o antes. Con todo mi respeto.

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