EL
PREDICADOR
Ana Cristina Salazar Yuste
Escombros,
cenizas, polvo.
Los muros
carcomidos por el paso del tiempo y el abandono, que alertan de una inminente
desintegración, se camuflan en la penumbra calcinados por las llamas. El suelo
está resguardado bajo una alfombra de malas hierbas que se han ido enraizando
en el silencio de la soledad. El silbido del viento se cuela por las ventanas
empotradas en la pared de la siniestra fachada, en la que reposa abierta la
puerta de entrada a las tinieblas.
El hombre
de la gabardina entra en la vieja morada con paso sigiloso, como temiendo
despertar al pasado que yace encerrado entre aquellas ruinas.
Merodea
por la estancia para descartar la presencia de cualquier otro intruso; sus
movimientos certeros evidencian que conoce bien el lugar. Se agacha y recoge un
fragmento de cristal fundido por el fuego, resquicio de lo que fue una copa.
En sus
manos enguantadas sujeta una cámara de fotos que activa y dispara enfocando el
objetivo a una pared, donde solo es perceptible su propia sombra en la nada de
aquel funesto refugio. El flash ilumina y prende la evocación de una época
lejana.
***
Una vieja
melodía suena en la gramola. Las cinco mujeres presentes en la ceremonia
litúrgica lucen sus mejores galas. Sus estilos son disímiles, así como su
estatus social, mas están fraternizadas por una imantación que trasgrede a la
mecánica cuántica: la fe.
Sus
rostros alegres destellan emoción ante el acontecimiento que esperan con
fanatismo. Como estando al borde del precipicio, hay un brillo en sus miradas
que denota cierto deje de temor. No hablan entre ellas, nunca lo hacen, pues
solo el Predicador tiene acceso a la palabra:
—¡Que hable quien porte el mensaje de la salvación,
y que calle y acate el que a ella se dirija, pues en el silencio y en la
fidelidad al Creador se hallan la clave de la redención! Hermanas, la palabra
mal empleada es la peor arma de destrucción, ¡dejad que como elegido os guíe
hasta la eternidad! ¡Bebed de mi sangre y purificaros con el humo de la
benevolencia!—. El timbre de voz del orador es
un tenue susurro, lejos de una ordenanza su mensaje suena a promesa.
Las chicas
le escuchan abstraídas, o tal vez hipnotizadas, y se dejan llevar a la
liberación. Como las ratas siguiesen al flautista de Hamelín, las creyentes,
enmudecidas y cegadas, se doblegan al
dictamen del Predicador.
***
El
hombre de la gabardina observa la instantánea y ve en la imagen su propia
silueta en la pared carbonizada. Al igual que en el inmueble solo quedan en él
los vestigios de un lejano ayer. Donde antaño hubiese un sofista que embaucaba con
sus predicaciones de gloria, ahora no hay más que un bastardo que deambula por
los escenarios de sus fechorías para regodearse en los recuerdos de su secreto.
Vuelve a
disparar la cámara apuntando esta vez hacia un rincón. La polaroid le devuelve
un nuevo retrato revelado.
Y allí
están. Las cinco chicas posan para él desde el más allá con sonrisas
fantasmales, intactas y engalanadas, alzando con sed de venganza las copas de
cianuro y los cigarrillos incendiarios que borrarían para siempre las pruebas
de su crimen…
Hola Ana, Me ha encantado tu relato sobre la fotografía. Es un placer ver como evocas pasados con una áurea melancólica y misteriosa. Enhorabuena. Intenté escribír algo sobre la fotografía, pero cuando intenté publicarlo se borró y como la pereza es uno de mis pecados capitales, lo dejaré para otro día. Un abrazo.
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